Desde hace casi tres años vivo lejos de mi país. Esa distancia me ha permitido pensar algunas cosas con un foco distinto, con luces diferentes y desde otros ángulos. Diariamente veo con zozobra y azoro renovados, casi desesperanzado, cómo el cascarón –pues poco parece ir quedando dentro– de mi país se derrumba a pedazos, a balazos, a inmisericordes golpes de corrupción, de injusticia, de impunidad.
En esta lejanía intento hacer algo por recuperar aquella magia del México querido ―¿respirada, imaginada, soñada?―, magia de la que tal vez poco conocí y que quizá más y mejor conocieron mis padres y mis abuelos. Recuperar ese México que, a lo largo de su historia, en épocas, como ésta, desgarradas por mil dificultades, fue defendido y salvado por sus mejores hijos, mujeres y hombres de carne y hueso, algunos de ellos entre los más humildes, que dieron sus vidas porque era lo único que tenían que ofrecer.
Entre otras cosas, estoy intentando reconstruir el abrazo que nos hemos negado entre nosotros. Qué suerte que no estoy solo y que hay otros más, muchos más que, como yo, están preocupados, asustados, pero sobre todo amorosamente encabronados y no sólo acá, sino en muchas partes del mundo. Nos empezamos a juntar para hablar con otros –pareciera tan simple–, para compartir y discutir, para, como nos lo sugiere Saramago, cumplir con ese arduo trabajo que tenemos por delante: Debatamos, compartamos, cuestionemos, reflexionemos en conjunto, pensemos racionalmente, intercambiemos ideas... amemos. Intentémoslo: seamos conscientes, pues la conciencia de los hombres es la alternativa a este mundo maravilloso ensombrecido por tanta iniquidad, por tanta injusticia, por tanta barbarie.
Sé que hay mucha gente que en México está haciendo lo mismo. Que muchos han sacado el coraje de las entrañas y han alzado su voz, junto con la de miles, millones. Aunque también sé que hay muchos a quienes no les interesa, o por lo menos hacen como que no les interesa ―tal vez porque aún no los ha tocado― la añeja ola de violencias y degradación que parece por momentos amenazar con anegarlo todo. Gente que se resguarda en argumentos egoístas para negar, quizás incluso como un gesto inconsciente de autodefensa ante una realidad atroz, pero que se niega a la posibilidad de hacer algo, de ayudar un poco a cambiar las cosas, a hacer su parte para empezar a salir del callejón ―¿sin salida?― en que parecemos estar atrapados.
Hace unos días un amigo muy querido me contó que la vio cerca en Veracruz. En su auto, con su novia, paseaba por el boulevard y se encontró que la policía había cerrado a todo lo ancho la avenida junto al mar; dobló en la primera calle y se topó, de pronto y de frente, sin mediación alguna, a un tipo con una ametralladora que le “pidió” su carro. La novia bajó por el lado del copiloto mientras el individuo lo “instruía” a que se moviera al otro asiento. Por suerte para él, para su madre, sus hermanas, su novia, para mí y los amigos y conocidos que lo queremos, enseguida le fue permitido bajarse del auto, y junto con su novia logró ―entre una lluvia de balas― correr y alejarse del lugar. Pudieron contarlo, fueron muy afortunados.
Estas situaciones son, desgraciadamente, cada vez más cotidianas en México y, como muchos, me pregunto: ¿Hasta cuándo? El miedo es muy difícil de superar, me dicen, pero el pánico y el terror paralizan, desmovilizan. Eso es precisamente lo que quizá buscan quienes han diseñado la estrategia gubernamental de guerra al narcotráfico. Algunos pensarán que estando lejos es más fácil decir y hacer porque uno no padece el día a día, quizás tengan razón. La gente que ha tenido el coraje de juntarse, de exigir justicia, generalmente ha sido la que por algún costado ha perdido a alguien. Pero no siempre es así ni debiera serlo. Los sublevados contra las corruptelas de los gobiernos en los países árabes donde hubo revueltas, exitosas o no, los indignados en España y muchos de los que “Estamos Hasta la Madre” en México, somos gente que pretendemos sacar fuerzas de la flaqueza para vencer ese miedo. El miedo y el terror son medios de control usados desde siempre.
Recuerdo aquí unas famosas líneas de Martin Niemoller, atribuidas a Bertolt Brecht: Primero se llevaron a los judíos, pero como yo no era judío, no me importó. Después se llevaron a los comunistas, pero como yo no era comunista, tampoco me importó. Luego se llevaron a los obreros, pero como yo no era obrero tampoco me importó. Más tarde se llevaron a los intelectuales, pero como yo no era intelectual, tampoco me importó. Después siguieron con los curas, pero como yo no era cura, tampoco me importó. Ahora vienen a por mí, pero ya es demasiado tarde.
Entonces, ¿hasta cuándo vamos a actuar? ¿Vamos a esperar que la violencia esté frente a nosotros, que nuestra muerte sea inminente, inexorable y real, que se nos revele de golpe y nos caliente la sangre y enseguida nos la enfríe? ¿Aguardaremos el asesinato de un amigo, de un padre, una madre o un hijo para exigir –y sumarnos a los que ya lo hacen– lo que ya debiéramos estar demandando: equidad, justicia, paz, libertad y una democracia real –si es que tal cosa existe y podemos ser capaces de construir–? ¿Estamos esperando? ¿Qué estamos esperando?
Stéphane Hessel ha dicho: La peor actitud es la indiferencia, decir “paso de todo, ya me las apaño”. Si os comportáis así, perderéis uno de los componentes esenciales que forman al hombre: la facultad de indignación y el compromiso que la sigue.
Bien es cierto que aislados poco podemos hacer, y que el desaliento es enorme y la guerra un monstruo grande y pisa fuerte. Pero no estamos solos y no somos pocos. Si nos sumamos, si nos damos las manos, si volvemos a abrazarnos, si ante la realidad que dicta que los arroyos, por sí mismos, no pueden llegar a los océanos, optamos por la otra posibilidad, la de unirnos y formar ríos que serán capaces de llegar a cualquier lugar, tenemos muchas posibilidades.
Formemos, pues, ríos de Amor, de alegría, de justicia, de paz, y reguemos el Mundo con nuestras aguas. Un amor entendido más allá del romanticismo, un amor por la palabra, por la alegría, por la vida, por el otro, por todos juntos. Y una vez ahí, sigamos el camino, defendamos la alegría, diría Benedetti, pero defenderla sobre todo del pasmo y las pesadillas, de los neutrales –sobre todo de los neutrales– y de los neutrones, de las dulces infamias y de los graves diagnósticos.
Intentemos abrirnos sin violencia –por ahora– y creer y crear. Estoy persuadido –dice Hessel en su texto “Indignáos”– de que el futuro le pertenece a los no violentos, la reconciliación de diferentes culturas. Es por esta vía que la humanidad entrará a su siguiente etapa. Sartre escribió en 1947: “Reconozco que la violencia en cualquier forma que pueda manifestarse es un revés. Pero es un revés inevitable porque estamos en un mundo de violencia. Y si bien es cierto que el riesgo de recurrir a la violencia es permanente, es también cierto que es el medio seguro para hacerla detenerse.”
Yo no digo que dejes tus cosas, tus amores, tus pertenencias y te sumes –si no quieres, pues mucho menos pretendo desanimar entusiasmos valerosos– a una caravana de reconciliación, de reconstrucción que viaja por casi todo el país exigiendo Paz con Justicia y Dignidad. Tampoco te digo que “tengas” que ir a cada acto o manifestación o te sumes a grupos en las redes sociales y mucho menos que caigas en el craso error de sentir, con un clik, que el cambio está hecho. Lo que quiero compartirte, precisamente, es que no hay un único camino, ni una única manera de cambiar, pero que hay que caminar y ver por dónde.
Quizás sea un buen momento para preguntarnos, entre todos, con los amigos, con la familia, con los vecinos: ¿qué país quiero para vivir? ¿Qué país quiero para mis hijos, mis padres, mis hermanos? ¿Qué necesita? ¿En qué estoy ayudando? Una vez más insisto: discutamos, juntémonos –júntense– a hablar, a plantear nuestras miradas, a disentir, a mirarnos a los ojos, a compartir, a aprender a escucharnos, a aprender de los otros que finalmente son parte de nos-otros.
Y acá sumo mi voz a la de Hessel y NOS invito: Convoquemos a una verdadera insurrección pacífica contra los medios de comunicación de masas –pero no sólo contra ellos– que no propongan como horizonte para nuestra juventud otras cosas que no sean el consumo en masa, el desprecio hacia los más débiles y hacia la cultura, la amnesia generalizada y la competición excesiva de todos contra todos.
Crear es resistir, resistir es crear.
Uno más uno más…
E.G.
8 de junio, BsAs.